Artículo escrito por: Enrique R. Blanhir
Theresienstadt era un campo de concentración instalado en Terezín durante la segunda guerra mundial. No era un campo cualquiera, era un espacio particularmente rico culturalmente hablando. Había conciertos, conferencias, soliloquios, y cuanta manifestación fuera posible y necesaria para hacerle creer al mundo que, lo que allá adentro se hacía, era una especie de retiro pacífico y alentador.
En el año 2017, Xavier Guell aprovechó la particular circunstancia histórica de Theresienstadt y escribió, con un sentido sumamente agudo y desgarrador, la historia de Los Prisioneros del Paraíso. Así, prisioneros, porque a pesar de la música y sus notas, sus pinturas y pinceles, sus diálogos y obras, los artistas no eran más que cómplices de un juego diabólico donde todas las piezas del tablero tienen el objetivo de sobrevivir.
La historia de Guell
La historia de Guell, es la historia del arte, del amor, de la música y todos sus componentes contra la oscuridad del alma humana. Porque cuando la barbarie es el alma humana por sí misma, el ser humano le quita la vida a otro ser humano, o lo desaparece, o lo encuartela, o lo amarra, o le arrebata su sonrisa o apaga la música para siempre.
La historia de Guell y su Theresienstadt puede ser la de cualquier otro en algún otro lado. Ahí donde los conciertos, las conferencias y las fotos le hagan creer al mundo que lo que pasa adentro es pacífico y alentador. Puede ser mi historia en mi Oaxaca que tanto quiero y donde a inicios de este año a Julia, una mujer mixe de la tercera edad, le quitaron la vida. Puede ser la historia de cualquier familia en alguno de los tantos rincones de la frontera chica o el relato de una madre que desesperadamente quiere a su hijo consigo.
Pero hay una historia que no escapa de ningún campo por más intentos que existan, y es la de las mujeres encerradas y prisioneras en México.
En México…
El pasado lunes, el libro de nuestras más oscuras anécdotas integró a sus páginas el secuestro de Lorenza Cano, aquella noche, después de que mataran a su esposo y a su hijo, Lorenza fue amedrentada en su propia casa por un comando armado en Salamanca, Guanajuato. Era una madre buscadora, como las cientos que se hacen en México y por México, por su incompetencia, insensibilidad, incapacidad y poco, poquísimo respeto a la vida.
La historia de Lorenza
Lorenza llevaba 6 años buscando a su hermano desaparecido, en el mismo país que se tragó a varios inocentes en Texcaltitlán, Veracruz y Nuevo León. Todo, hasta ahora, tiene una conclusión terrorífica, a Ceci Flores pidiendo a través de un video en sus redes sociales por la vida de Lorenza. Suplicando “que sean piadosos, que no le quiten la vida, que ella lo único que hacía era buscar a sus desaparecidos”.
Como la historia de Lorenza y de Ceci, está la de Samantha Fonseca, activista trans asesinada en un taxi de la Ciudad de México, la misma ciudad que el Presidente describió como aquella en que la gente camina como no lo hacía desde hace años, con tranquilidad. Dicho sea de paso, el mismo Presidente que calificaba a una mujer trans como “señor vestido de mujer” y por lo que tuvo que pedir perdón.
¿Realidad o ficción?
La realidad y la ficción se conjugan tanto que, en una ciudad también de museos y conciertos masivos, justificados bajo el boletín de acceso a la cultura, se mata, se roba, se flagela, se humilla, se desaparece, se dan carpetazos y se concluyen historias a medias.
Se mezclan la ficción y la realidad, al grado que las historias de la trata de mujeres migrantes y las más de treinta mil asesinadas al año, dejan de ser historias para ser frecuentadas con una cotidianidad abrumadora y que muchas veces espanta.
La realidad es que la historia de Guell no debería de ser la de nadie, ni la de sus prisioneros ni los nuestros. No deberían existir juegos diabólicos ni piezas en su tablero. Pero aquí estamos, con mujeres como Paola Alejandrina Ochoa que de buenas a primeras desaparecen para reencontrarlas asesinadas en los vagones del tren. Con mujeres muertas en su propia casa y otras que pierden la vida en paseos en bicicleta víctimas de algún desconocido (hasta ahora).
Nuestra realidad
Pero aquí estamos, no en Terezín ni en su campo, pero sí en México, en su valle y su guerra. Con sus prisioneras, con sus cautivas atadas de pies y de manos, con un país que insiste en ponerles cintas perpetuas en la boca y callarlas para siempre.
Aquí están ellas, en el indigno paraíso de su vida, en medio de sus notas, de sus pinturas y sus retratos.
Aquí están, instaladas no en un campo cualquiera sino en uno que parece pacífico y alentador, pero que esconde en sus entrañas los barrotes de la desesperación y el hartazgo, esperando ya, de una vez por todas, que alguien llegue, de cualquier parte, a contar una historia de arte, de amor, de música y todos sus componentes para luchar contra la oscuridad del alma humana.